Esta reseña incluye una confesión. Nunca aprecié la música
de Bob Dylan, a pesar de ser considerado uno de los referentes de la música
popular en inglés. Mis amigos me consideraban un descriteriado al menospreciarlo.
Sin contarle a nadie, me puse a escuchar este disco y me di cuenta que me había
estado perdiendo algo maravilloso. Escuchar Tempest
es como estar parado frente a una catedral: Es enorme, tiene miles de detalles
y uno no pude dejar de descubrir miles de texturas en sus recovecos, y al igual
que las catedrales medievales, la materia prima es roca. En las manos de Dylan
los acordes simples y sencillos del blues y el rock se convierten en temas
conmovedores que junto a sus letras le ponen a uno la carne de gallina. Al
igual que en los discos de Tom Waits o Leonard Cohen y aunque suene
contradictorio, la arenosa voz de Dylan acaricia y reconforta mientras cuenta
historias que usualmente vemos o sentimos de lejos. Haber ignorado a Dylan todo
este tiempo me convierte en un mocoso impertinente, cosa que pienso reparar
inmediatamente zambulléndome en su música.
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